martes, 16 de septiembre de 2008

A TREINTA Y DOS AÑOS DE LA NOCHE DE LOS LÁPICES


Por Mariano Pacheco para Prensa De Frente


Madrugada del 16 de septiembre de 1976. María Claudia Falcone (16 años); María Clara Ciocchini (18); Francisco López Muntaner (16); Claudio de Acha (17); Horacio Ángel Ungaro (17); Daniel Alberto Racero (18), todos militantes de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) de La Plata, son secuestrados por la Junta de militares genocidas. Pablo Díaz, de la Juventud Guevarista, será el único sobreviviente. A través de él, nos llegará el testimonio del horror que hoy recordamos con el nombre de “La noche de los lápices”.


Septiembre de 2008. Se producen una serie de tomas de colegios secundarios en la Ciudad de Buenos Aires, exigiendo mejoras edilicias y la restitución de becas para estudiantes (el gobierno de Macri cortó más de mil. Dice que hay plata, pero que también son muchos los estudiantes que las reclaman y no las necesitan. Discurso eficiente, ¿suena?). Paros de docentes universitarios y secundarios en reclamos de mayores salarios y presupuesto para infraestructura. Tomas de varias facultades en la Universidad de Buenos Aires (UBA). En Sociales (están divididos en tres sedes. En una, la semana pasada, se desplomó una viga y casi, casi, cae en la cabeza de una chica); en Filosofía y Letras; en Psicología. A principio de año, Arquitectura también estuvo tomada por reclamos similares. También los Bachilleratos Populares –como parte de las nuevas experiencias educativas desarrolladas por los movimientos sociales- se vienen movilizando, en reclamo por el reconocimiento oficial –cuestión que implica, entre otras cosas, que las propias organizaciones puedan definir sus formas y contenidos de enseñanza- además de poder acceder a salarios para sus docentes, presupuesto para infraestructura y becas para sus estudiantes, todas reivindicaciones compartidas con el resto de sectores educativos en lucha.Los muchachos y las chicas de la UES, como miles de activistas estudiantiles, sindicales, barriales, de organizaciones políticas y político-militares de la izquierda de aquellos años, fueron sometidos a todo tipo de vejámenes. La tortura absoluta, intemporal, metafísica a la que fueron expuestos no tuvo como único fin extraer información. Como tan brillantemente expuso Rodolfo Walsh en su célebre Carta a la Junta, la tortura buscaba “machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad”. Métodos estrechamente vinculados a una Doctrina de Guerra que es la de la Contrainsurgencia y la Seguridad Nacional. Doctrina -en la cual fueron entrenados nuestros militares - que hace de la asimetría su valor fundamental (cacería de un hombre acorralado frente al cazador implacable y armado, según palabras de León Rozitchner). Doctrinas pensadas, no para pelear en guerras convencionales, sino para sofocar insurrecciones internas. En un boletín que por estos días circuló en la toma de Filosofía y Letras, Cría Cuervos (una nueva agrupación universitaria – ¡Sí, otra más!-), planteaba que la palabra Recuperación podía servir para denominar con fuerza múltiples experiencias desarrolladas por organizaciones populares en la Argentina de estos primeros años del nuevo milenio. Sea en fábricas recuperadas (pongamos por caso Zanón) o en actividades barriales (Movimientos de Trabajadores Desocupados); sea en la acción directa (cortes de ruta, de calles, de puentes, de autopistas; ocupación de edificios públicos; movilizaciones, fueron las modalidades predominantes en los últimos años), la recuperación implica la constitución de un espacio común diferente, “público no-estatal”. Tal vez algo de esto esté circulando en estos días en el marco de las luchas educativas que se vienen dando. En promover organizaciones que transformen los lugares de tránsito en territorios que, desde el antagonismo, luchen por gestar lógicas y relaciones donde prime lo común.Fieles exponentes de las escuelas de represión francesa, israelita y norteamericana, la “lucha antisubversiva” que nuestros militares genocidas desarrollaron implicó robo de bebés, de bienes de los secuestrados y la defensa de un modelo de país que en otros sitios sólo hubiese podido desarrollarse con la violencia desatada por un ejército de ocupación. Claro que en Argentina no fue necesario, porque las políticas antinacionales y anti-populares se implementaron a sangre y fuego por las propias fuerzas armadas. Aquellas que se tomaron tan en serio eso de que la tortura posibilitaba acceder a información, pero por sobre todo, que les permitía afirmar que tenían razón; que el hombre es un ser al que hay que tratar a latigazos. Porque tal vez debamos ver en la tortura, como “empresa de envilecimiento” –tal como la definió Jean Paul Sartre- al lugar en donde más acabadamente se ponen en juego las concepciones sobre el género humano: en el sadismo del verdugo podemos ver la aniquilación de la humanidad del prójimo. En el silencio del vejado su renacimiento, su reinvención.Suele insistirse en que somos una generación adormecida, atontada, estupidizada por los mensajes de textos, los programas televisivos tipo Tinelli, la Playstation, el chat y el tránsito permanente por la web. Que revolucionarios eran los de los ´60 y ´70 y que como mucho, ahora, se pelea cuando la soga ya se tiene por el cuello. Que cuando se obtienen migajas de tipo económico las luchas de desandan y regresan a cero. Puede que haya algo de todo esto. Pero en estas últimas semanas, en las movilizaciones de los secundarios, por ejemplo, podía visualizarse una rebeldía, una creatividad, una alegría, una voluntad de pelea que nos hace sospechar que no todo el recorrido del período 2000-2003 está sepultado. En cuanto a las luchas educativas, seguramente tengamos un desafío (o varios): el de transformar la lucha por la defensa de la educación pública en una lucha por la redefinición de lo que entendemos por público, y por educación. Desafío que implica poner el cuerpo en las actuales instancias de movilización, buscando masificarlas e independizarlas de los intereses gubernamentales y patronales, pero también en darle continuidad en los momentos grises. Allí, cuando el conflicto baja, saber capitalizar lo aprendido en el recorrido de la acción directa para antagonizar con micro-políticas de la vida cotidiana.Dos apostillas. “No vamos a los muertos insepultos por nostalgia lírica, sino porque en ellos encontramos el eslabón roto, el nervio desgarrado de la historia nacional”, Juan José Hernández Arregui/ “Somos la necia historia que se repite para ya no repetirse, el mirar atrás para poder caminar hacia delante”, Sub comandante Marcos. Hemos traído los nombres de los muchachos y las chicas de La noche de los lápices porque nos ayudan a descubrir y definir “el pasado olvidado de las batallas reales, de las victorias efectivas, de las derrotas que dejan su signo profundo”, como alguna vez supo escribir Michel Foulcault. Porque no nos moviliza la efeméride vacía, el ritual estéril, el fetiche de las placas y las conmemoraciones, sino una voluntad que apuesta a la transformación. En este sentido nos hacemos eco de las palabras sostenidas por el Walter Benjamin de las Tesis Sobre el concepto de historia: “Encender en el pasado la chispa de la esperanza... [porque] tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer” (Tesis VI). Basta pensar en los desaparecidos de ayer (los 30.000) y los de hoy (¿Dónde carajo está Jorge Julio López?), para insistir en la búsqueda testaruda por tender esos puentes, para que las luchas de antaño funcionan en el presente como una suerte de “inspiración” y no como un pesado reclamo. Porque la reivindicación de los muertos no es una cuestión moral, sino política. Única manera, sospechamos, de preservar la memoria de forma ligera: continuando su lucha, multiplicando su ejemplo. Porque a nosotros también nos roza una ráfaga del aire que envolvía a los de antes. O “¿acaso en las voces a las que prestamos oído no resuena el eco de otras voces que dejaron de sonar”. Las voces de los platenses de la UES, pero también las de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. La de Fuentealba. Y todas aquellas voces que se rebelaron, que tuvieron voluntad de luchar.

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